Las aves de mi barrio

Eduardo A. Jordan

 

 

Por la mañana, el jardín de mi casa recibe la visita de los habituales amigos alados.

 

Los gorriones (Passer domesticus), inmigrantes europeos, compiten o comparten con los criollos chingolos (Zonotrichia capensis), que lanzan su canto de alegría. En seguida llegan las torcacitas (Columbina picui), sus primas más grandes las torcazas (Zenaida auriculata) y en un aterrizaje invasor, espantando a todos los otros , se apropia del lugar una picazuro o paloma turca (Columba picazuro). Por suerte, las palomas comunes (Columba livia) se van a comer a la casa de una vecina.

 

Como la primavera ya se instaló, llegaron algunos visitantes nuevos. En grupo, y con sus gorjeos que los caracterizan, los tordos músicos (Molothrus badius) me visitan, acompañados a veces de sus primos los tordos renegridos (Molothrus bonariensis). En lo alto, y sin bajar a comer, pasan las golondrinas (Phaeprogne tapera) en grupos y alguna tijereta (Tyrannus savana) ensaya sus acrobacias. Otro que aparece es el suirirí real (Tyrannus melancholicus), volando desde los cables y en lo alto de los árboles. Allí, entonando su canto tan lleno de melodías, las calandrias (Mimus saturninus) se instalan, y a veces se enfrentan con los hermosos y chillones benteveos (Pitangus sulphuratus) por el dominio aéreo.

 

Los postes de la luz son soporte ideal para que los horneros (Furnarius rufus) construyan sus nidos, y en algún viejo nido abandonado, una pareja de jilgueros (Sicalis flaveola) se instala para la nueva nidada, entonando su canto cada vez más escaso por las tramperas del vecindario. Quizás consiga salvarse de desaparecer, como el cardenal (Paroaria coronata) que ya casi no se ve por aquí; aunque sorpresivamente aparezca de vez en cuando una cardenilla (Paroaria capitata) para recordarnos la belleza en parte perdida.

 

Mis inquilinos permanentes, las ratonas (Troglodytes aedon) que insisten año tras año en anidar en las cabezas de vaca del quincho, y los zorzales colorados (Turdus rufiventris), me alegran de mañana y de tarde con sus cantos. Y algún zorzal chalchalero (Turdus amaurochalinus) ensaya su maullido, al llegar el verano.

 

Las flores rojas del ceibo atraen ya a los picaflores, tanto comunes (Chlorostilbon aureoventris) como bronceados (Hylocharis chrysura), que fascinan con su vuelo increíble y su reposo repentino, y los caballos del vecino tienen la rara virtud de atraer al picabuey (Machetornis rixosus) que se ocupa de limpiar sus lomos.

 

Desde las frondas de los eucaliptos del club de golf, descienden los carpinteros campestres (Colaptes campestris) y los reales (Colaptes melanolaimus); sorpresivamente un chinchero (Lepidocolaptes angustirostris) recorre los árboles; y pasan gritando las cotorras (Myiopsitta monacha), que nos obligan a mirar al cielo. De allí vienen también los teros (Vanellus chilensis), igualmente gritones, mientras en lo alto vigilan el suelo los chimangos (Milvago chimango), taguatós (Rupornis magnirostris) y caranchos (Caracara plancus) y tal vez algún milano blanco (Elanus leucurus) se detiene en el aire a buscar su presa terrena.

 

De vez en cuando, algún cabecitanegra (Carduelis magellanica) se acerca desde su territorio tras las vías, y una familia de pirinchos (Guira guira) llena el aire de su gritos desaforados.

 

Tal vez, algún otro visitante que no conozco revolotea por los alrededores, pero con esta gran familia alada, es difícil aburrirse.

 

Ref. : Guía para la identificación de las aves de Argentina y Uruguay, T. Narosky y D. Yzurieta, Asociación Ornitológica del Plata/Vazquez Mazzini Editores, 1987.

Si te interesan las aves, o querés saber más, comunicate conmigo o visitá mi página.